Dorian
Hacía años que no lo veía, pero seguía igual. Casi se puede decir que había mejorado con los años, había ganado unos kilos, se había convertido en un hombre, pero en esencia seguía siendo igual que las primeras veces que lo había visto.
Por aquel entonces, en sus primeras puestas en escena, era el típico que provocaba rubores y rumores a su paso. Era lo que podría calificarse como un chico atractivo, demasiado. Tanto que llegó a obsesionarse por ello de tal manera que repercutió terriblemente en su aspecto e incluso en su salud, o al menos eso decían las malas lenguas que luego rumoreaban.
Se quedaron en el tintero sencillas frases como ¿necesitas ayuda? o ¿estás bien?, pero era prácticamente imposible pronunciarlas. Demasiado lejano, demasiado etéreo. En un sector diferente de movimientos por aquellas fechas en las que las palabras servían de poco y las presentaciones al sexo contrario eran una especie de prueba demasiado difícil a superar, aunque fuera simplemente para ofrecer ayuda.
Aun así, no era la clase de gustos aceptados en mi infierno personal del momento. De aquel momento.
Durante años desapareció, o desaparecí yo. Nunca sabré la verdad, pero volvió a aparecer repentinamente tantos años después.
Un camino en perfecta soledad entre la multitud que te rodea... Una parada de autobús... Una larga espera. Miras a los lados en busca de algo en que entretenerte tras percatarte de que el libro de esperas que siempre llevas contigo se ha quedado en casa, y entonces ves a alguien que sale de un recodo de la calle. Es algo extraño cruzarse un día cualquiera en un lugar cualquiera con un hombre que se arregle, de esos que tienes que mirar dos veces para saber que no viste mal y del que realmente se puede decir que es atractivo. Que se te van los ojos...
Caminaba con la misma lentitud de siempre, mirada baja, abrigo negro, traje, zapatos negros, bufanda gris anudada bajo el cuello. Bien peinado con un corte de pelo perfecto, perfectamente cuidado el conjunto general de su aspecto.
Tras la segunda mirada lo reconocí. O al menos lo hubiera reconocido si algún día lo hubiera conocido. Pero era él, era Dorian Gray.
Quieta, de pie en la espera, observando como un conocido desconocido llama poderosamente tu atención. Mirada fija en su discurrir lento por la calle hasta que de repente, levanta la mirada del suelo y se cruza con la tuya, y tú la desvías con un movimiento automático fruto de la repentina sorpresa del cazador cazado.
No había duda alguna, era él. La misma tristeza en la mirada, los mismos ojos acuosos.
Su pacto con el diablo sigue en pie.
Hubiera levantado la mano para saludarlo de haberlo conocido.
A partir de ahora lo llamaré Dorian. Espero volver a cruzarmelo un día cualquiera en cualquier calle de cualquier lugar y de nuevo una mirada furtiva lo felicitará alegre por su recuperación.
Por aquel entonces, en sus primeras puestas en escena, era el típico que provocaba rubores y rumores a su paso. Era lo que podría calificarse como un chico atractivo, demasiado. Tanto que llegó a obsesionarse por ello de tal manera que repercutió terriblemente en su aspecto e incluso en su salud, o al menos eso decían las malas lenguas que luego rumoreaban.
Se quedaron en el tintero sencillas frases como ¿necesitas ayuda? o ¿estás bien?, pero era prácticamente imposible pronunciarlas. Demasiado lejano, demasiado etéreo. En un sector diferente de movimientos por aquellas fechas en las que las palabras servían de poco y las presentaciones al sexo contrario eran una especie de prueba demasiado difícil a superar, aunque fuera simplemente para ofrecer ayuda.
Aun así, no era la clase de gustos aceptados en mi infierno personal del momento. De aquel momento.
Durante años desapareció, o desaparecí yo. Nunca sabré la verdad, pero volvió a aparecer repentinamente tantos años después.
Un camino en perfecta soledad entre la multitud que te rodea... Una parada de autobús... Una larga espera. Miras a los lados en busca de algo en que entretenerte tras percatarte de que el libro de esperas que siempre llevas contigo se ha quedado en casa, y entonces ves a alguien que sale de un recodo de la calle. Es algo extraño cruzarse un día cualquiera en un lugar cualquiera con un hombre que se arregle, de esos que tienes que mirar dos veces para saber que no viste mal y del que realmente se puede decir que es atractivo. Que se te van los ojos...
Caminaba con la misma lentitud de siempre, mirada baja, abrigo negro, traje, zapatos negros, bufanda gris anudada bajo el cuello. Bien peinado con un corte de pelo perfecto, perfectamente cuidado el conjunto general de su aspecto.
Tras la segunda mirada lo reconocí. O al menos lo hubiera reconocido si algún día lo hubiera conocido. Pero era él, era Dorian Gray.
Quieta, de pie en la espera, observando como un conocido desconocido llama poderosamente tu atención. Mirada fija en su discurrir lento por la calle hasta que de repente, levanta la mirada del suelo y se cruza con la tuya, y tú la desvías con un movimiento automático fruto de la repentina sorpresa del cazador cazado.
No había duda alguna, era él. La misma tristeza en la mirada, los mismos ojos acuosos.
Su pacto con el diablo sigue en pie.
Hubiera levantado la mano para saludarlo de haberlo conocido.
A partir de ahora lo llamaré Dorian. Espero volver a cruzarmelo un día cualquiera en cualquier calle de cualquier lugar y de nuevo una mirada furtiva lo felicitará alegre por su recuperación.
Etiquetas: Diarreas mentales, recuerdos, relato
4 Comments:
Hola,
Curiosa historia.
Si lo vuelves a ver saluda, ¿qué se pierde?
¿A que sí?
pues si, se me olvido comentar que me encanto tu relato.
Quizas no le di a enviar :(
Vaya, me alegro :-D
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