Nostalgia del antiguo comprar
Está claro que de los tiempos en que mi wela era joven a los nuestros, mucho han cambiado las cosas.
Centrémonos en lo que es una casa y concretamente en lo que se refiere a la alimentación y sus compras alimenticias. Antes, la mayor parte de la comida se obtenía en casa. Había huertas, animales y se solían hacer las matanzas o recogida de alimentos según las épocas. Aun hay tinajas por casa de las que se utilizaban para meter en aceite chorizos, costillas y otras partes del animal para su conservación. Por mucha nevera que hubiese, ella seguía haciendo sus "untos" y llenando la casa de comida cada vez que salía a comprar porque su máxima obsesión era que todos comiésemos bien.
A la par, había cosas que lógicamente había que comprar y cuadros de épocas similares nos recuerdan cómo se hacían las cosas, no siendo baladí la aparición de bodegones en los que se puede ver bajo la carne o el pescado una hoja de periódico -más o menos como cuando pides una tapa de queso o chorizo en cierto chigre del Busdongo actual -. No sería muy sano, pero es lo que había y se tenía que aprovechar de alguna manera. Luego llegarían los papeles de carnicería y pescadería que ahora todos conocemos y el colmo de la exclusividad cuando vas a la tienda de turno y te "presurizan" la compra en una especie de "tupergüar" para que llegues a casa, quites la tapa y lo metas al microondas, si es que tienes.
Recuerdo de cría el ir a comprar a la plaza de abastos con ella. Recuerdo que el ambiente era casi parecido al mercado descrito por Zola en el Vientre de París, pero a menor escala...
La plaza de abastos era un edificio viejo, colmado de telarañas en un techo altísimo, con baldosas siempre húmedas de cuadraditos y puestos de venta revestidos de azulejo blanco y ajado mármol. La carnicería tenía ese color cerúleo que incluso se olía. Era huntosa en su conjunto. Estaba regentada por una señora rechoncha, de unos 100 kilos y una amplia sonrisa. Pálida de piel, con sonrosados colores en las mejillas y un corto y descuidado pelo negro. Tenía unos dedos tan regordetes que parecían una más de sus mercancías. Y una bata blanca de médico siempre salpicada de manchas de sangre. No recuerdo su nombre, pero sí que se me hacía imposible saber cómo era que aquella mujer se moviera con la rapidez con que lo hacía. Le pedías lo que fuera y si no lo tenía en aquel desprotegido expositor que la precedía, postrado en los mármoles o colgado de ganchos en unos hierros que posaban en forma de u invertida sobre el mostrador, ella salía corriendo hacia una cámara de frío y llegaba con la pieza de carne en ristre. Lo cortaba, pacientemente lo pesaba y lo envolvía en un papel de color gris claro que en momentos de catarro del niño de la casa servía -junto con un poco de grasa animal derretida que se guardaba como remedio mágico en un pequeño bote, oculto en lo más profundo de la nevera- para curas milagrosas de enfermedades persistentes.
De las pescaderías tengo recuerdos de colas interminables y de mujeres que vociferaban a todo grito conversaciones mientras la pescadera, pacientemente o siendo partícipe del mismo alboroto de la clientela, limpiaba la compra y procedía a depositarla en cucuruchos del mismo papel gris. Nada más. Bueno, sí: cangrejos de río en cajas de madera escapándose por las tapas de las mismas mal colocadas.
Ahora, estos dos tipos de establecimiento son en gran medida presas del diseño exacerbado y rebuscado de cadenas de tiendas, diseñados hasta el mínimo detalle para que el cliente siga comprando o compre aunque no lo necesite. El papel gris sigue presente en algunos pero en otros ha sido sustituido por el blanco, las bolsas de plástico o recipientes específicos.
Recuerdo comprar la leche con una lechera en mano. No soy tan vieja, así que aquellas lecherías debían de ser de las últimas que quedaban antes de que los controles de sanidad y las cuotas lácteas acabasen con la leche recién ordeñada... Era pequeña e iba de una mano de alguien y con una lechera de aluminio en la otra mano que me pegaba contra el suelo porque era más larga que la distancia de este a mi brazo. Discurríamos entre el calor por una serie de callejuelas hasta llegar a la lechería, que no era otra cosa que una vivienda con una cuadra adosada donde estaban los animales. Recuerdo el acceso a la vivienda. Era una puerta enorme de madera jalonada por roblones de hierro negros sobre una tablas muy viejas. Estaba sin pintar pero no descuidada. Una de sus hojas se abrió y una mujer salió escudándose tras ella mientras nos invitaba a pasar al fresco del portal y recogía la lechera con la pregunta de "¿lo de siempre?". Era un portal de esos recubiertos de azulejos de tonos verdes y azulados sobre fondo blanco, que exhumaba la frescura de las viejas casas de adobe cerradas para guardar a sus habitantes del calor y con una vida volcada a su patio interior. De esas de botijo y pozo con fuente de palanca...
Y esa leche... ¿cómo sabía? A mi me sabía a fresca de 8 de la tarde en verano castellano tras hervir. Que era cuando se podía ir a buscarla. ¿Y aquellas mantequillas caseras que se hacía con su nata? Porque aquella leche tenía nata y tras meterla en un recipiente cerrado y agitarla con ganas durante un buen rato conseguías aquellas piezas de manteca con forma ovoide de un pronunciado color amarillo y decoradas a tenedor, no como la de ahora..
De ahí se pasó a la botella de cristal. De la botella de cristal al brick. Y del brick a la botella plástica. Y yo votaría por volver a la lechera de las de toda la vida pese a las incomodidades de tener que ir a buscarla. Votaría por seguir comprando carne en la carnicería de toda la vida, pescado en la pescadería de la plaza de abastos y ultramarinos en la típica tienda del barrio, pero lamentablemente esto ya resulta casi imposible gracias a la expansión de las grandes cadenas de supermercados cuya competitividad hace que sea no sólo imposible la supervivencia de estas tiendas, si no también que la búsqueda de comodidad de la gente se centre en ellos en lugar de discurrir por 4 tiendas para comprar lo mismo que ellos ofrecen en una. Y así todas estas pequeñas tiendas van cerrando...
Esas pequeñas tiendas son pequeñas historias, de diferentes tipos según quien sea su usuario. Unas las recuerdas con cariño, otras con desconfianza. Había una en el sitio donde se hacen las famosas pipas del toro moribundo, cuyos dependientes -creo que había 4 personas en toda la tienda- seguían al cliente desconocido por todo el establecimiento cual vecinos de la Comunidad de Alex de la Iglesia... Era terrorífico comprar allí porque lo hacías en perpetua tensión de ¿pero por qué me siguen? Y luego hay otras donde la persona que las regenta lo hace de tal manera y con tal amabilidad que seguirías comprando eternamente cada vez que te dedica una sonrisa y te dice eso de "¿qué más necesita?".
Sin duda mis favoritas, por la poca vez en que me encontré con ellas fueron las tiendas-bar o bar-tienda de las zonas rurales. Por Llanes vi muchas. Por aquí no tantas. Fue curioso la primera vez que vi una, pero mientras tomaba algo, compré unas zapatillas...
¿A que viene todo este rollo? Bueno, pues a que no sé quién inventaría el abrefácil de los bricks de zumos, leche y similares, pero podría haberlo llamado tiralofácil, rompelofácil o cambia-de-recipiente-si-lo-usas-fácil...
Me quedo con la tapa de la lechera de aluminio: siempre abria sin romper o tirar nada.
Estoy nostálgica. Debe de ser porque ya me queda poco para ir a casa de mi wela a pasar unos días...
Centrémonos en lo que es una casa y concretamente en lo que se refiere a la alimentación y sus compras alimenticias. Antes, la mayor parte de la comida se obtenía en casa. Había huertas, animales y se solían hacer las matanzas o recogida de alimentos según las épocas. Aun hay tinajas por casa de las que se utilizaban para meter en aceite chorizos, costillas y otras partes del animal para su conservación. Por mucha nevera que hubiese, ella seguía haciendo sus "untos" y llenando la casa de comida cada vez que salía a comprar porque su máxima obsesión era que todos comiésemos bien.
A la par, había cosas que lógicamente había que comprar y cuadros de épocas similares nos recuerdan cómo se hacían las cosas, no siendo baladí la aparición de bodegones en los que se puede ver bajo la carne o el pescado una hoja de periódico -más o menos como cuando pides una tapa de queso o chorizo en cierto chigre del Busdongo actual -. No sería muy sano, pero es lo que había y se tenía que aprovechar de alguna manera. Luego llegarían los papeles de carnicería y pescadería que ahora todos conocemos y el colmo de la exclusividad cuando vas a la tienda de turno y te "presurizan" la compra en una especie de "tupergüar" para que llegues a casa, quites la tapa y lo metas al microondas, si es que tienes.
Recuerdo de cría el ir a comprar a la plaza de abastos con ella. Recuerdo que el ambiente era casi parecido al mercado descrito por Zola en el Vientre de París, pero a menor escala...
La plaza de abastos era un edificio viejo, colmado de telarañas en un techo altísimo, con baldosas siempre húmedas de cuadraditos y puestos de venta revestidos de azulejo blanco y ajado mármol. La carnicería tenía ese color cerúleo que incluso se olía. Era huntosa en su conjunto. Estaba regentada por una señora rechoncha, de unos 100 kilos y una amplia sonrisa. Pálida de piel, con sonrosados colores en las mejillas y un corto y descuidado pelo negro. Tenía unos dedos tan regordetes que parecían una más de sus mercancías. Y una bata blanca de médico siempre salpicada de manchas de sangre. No recuerdo su nombre, pero sí que se me hacía imposible saber cómo era que aquella mujer se moviera con la rapidez con que lo hacía. Le pedías lo que fuera y si no lo tenía en aquel desprotegido expositor que la precedía, postrado en los mármoles o colgado de ganchos en unos hierros que posaban en forma de u invertida sobre el mostrador, ella salía corriendo hacia una cámara de frío y llegaba con la pieza de carne en ristre. Lo cortaba, pacientemente lo pesaba y lo envolvía en un papel de color gris claro que en momentos de catarro del niño de la casa servía -junto con un poco de grasa animal derretida que se guardaba como remedio mágico en un pequeño bote, oculto en lo más profundo de la nevera- para curas milagrosas de enfermedades persistentes.
De las pescaderías tengo recuerdos de colas interminables y de mujeres que vociferaban a todo grito conversaciones mientras la pescadera, pacientemente o siendo partícipe del mismo alboroto de la clientela, limpiaba la compra y procedía a depositarla en cucuruchos del mismo papel gris. Nada más. Bueno, sí: cangrejos de río en cajas de madera escapándose por las tapas de las mismas mal colocadas.
Ahora, estos dos tipos de establecimiento son en gran medida presas del diseño exacerbado y rebuscado de cadenas de tiendas, diseñados hasta el mínimo detalle para que el cliente siga comprando o compre aunque no lo necesite. El papel gris sigue presente en algunos pero en otros ha sido sustituido por el blanco, las bolsas de plástico o recipientes específicos.
Recuerdo comprar la leche con una lechera en mano. No soy tan vieja, así que aquellas lecherías debían de ser de las últimas que quedaban antes de que los controles de sanidad y las cuotas lácteas acabasen con la leche recién ordeñada... Era pequeña e iba de una mano de alguien y con una lechera de aluminio en la otra mano que me pegaba contra el suelo porque era más larga que la distancia de este a mi brazo. Discurríamos entre el calor por una serie de callejuelas hasta llegar a la lechería, que no era otra cosa que una vivienda con una cuadra adosada donde estaban los animales. Recuerdo el acceso a la vivienda. Era una puerta enorme de madera jalonada por roblones de hierro negros sobre una tablas muy viejas. Estaba sin pintar pero no descuidada. Una de sus hojas se abrió y una mujer salió escudándose tras ella mientras nos invitaba a pasar al fresco del portal y recogía la lechera con la pregunta de "¿lo de siempre?". Era un portal de esos recubiertos de azulejos de tonos verdes y azulados sobre fondo blanco, que exhumaba la frescura de las viejas casas de adobe cerradas para guardar a sus habitantes del calor y con una vida volcada a su patio interior. De esas de botijo y pozo con fuente de palanca...
Y esa leche... ¿cómo sabía? A mi me sabía a fresca de 8 de la tarde en verano castellano tras hervir. Que era cuando se podía ir a buscarla. ¿Y aquellas mantequillas caseras que se hacía con su nata? Porque aquella leche tenía nata y tras meterla en un recipiente cerrado y agitarla con ganas durante un buen rato conseguías aquellas piezas de manteca con forma ovoide de un pronunciado color amarillo y decoradas a tenedor, no como la de ahora..
De ahí se pasó a la botella de cristal. De la botella de cristal al brick. Y del brick a la botella plástica. Y yo votaría por volver a la lechera de las de toda la vida pese a las incomodidades de tener que ir a buscarla. Votaría por seguir comprando carne en la carnicería de toda la vida, pescado en la pescadería de la plaza de abastos y ultramarinos en la típica tienda del barrio, pero lamentablemente esto ya resulta casi imposible gracias a la expansión de las grandes cadenas de supermercados cuya competitividad hace que sea no sólo imposible la supervivencia de estas tiendas, si no también que la búsqueda de comodidad de la gente se centre en ellos en lugar de discurrir por 4 tiendas para comprar lo mismo que ellos ofrecen en una. Y así todas estas pequeñas tiendas van cerrando...
Esas pequeñas tiendas son pequeñas historias, de diferentes tipos según quien sea su usuario. Unas las recuerdas con cariño, otras con desconfianza. Había una en el sitio donde se hacen las famosas pipas del toro moribundo, cuyos dependientes -creo que había 4 personas en toda la tienda- seguían al cliente desconocido por todo el establecimiento cual vecinos de la Comunidad de Alex de la Iglesia... Era terrorífico comprar allí porque lo hacías en perpetua tensión de ¿pero por qué me siguen? Y luego hay otras donde la persona que las regenta lo hace de tal manera y con tal amabilidad que seguirías comprando eternamente cada vez que te dedica una sonrisa y te dice eso de "¿qué más necesita?".
Sin duda mis favoritas, por la poca vez en que me encontré con ellas fueron las tiendas-bar o bar-tienda de las zonas rurales. Por Llanes vi muchas. Por aquí no tantas. Fue curioso la primera vez que vi una, pero mientras tomaba algo, compré unas zapatillas...
¿A que viene todo este rollo? Bueno, pues a que no sé quién inventaría el abrefácil de los bricks de zumos, leche y similares, pero podría haberlo llamado tiralofácil, rompelofácil o cambia-de-recipiente-si-lo-usas-fácil...
Me quedo con la tapa de la lechera de aluminio: siempre abria sin romper o tirar nada.
Estoy nostálgica. Debe de ser porque ya me queda poco para ir a casa de mi wela a pasar unos días...
Etiquetas: Diarreas mentales, recuerdos
6 Comments:
afortunadamente, aún quedan, nosotros la carne la compramos en una carniceria de las de toda la vida, pero donde el dueño aún se dedica a seleccionar personalmente a los animales en vivo, para, una vez pasados por el matadero, se conviertan en genero, y asi podemos disfrutas de una carne gisada que siempre se deshace en la boca, o unos filetes tiernos, que conservan el tamaño original despues de pasados por la sarten.
Pues de esas quedan pocas :-)
Respecto a las tiendas-bar, en Lamuño (Cudillero) hay una que merece la pena ver. No parece tan añeja como otras porque al fin y al cabo el género es moderno y hay mucho plástico, pero... bueno, aquí hay una foto.
Se puede tomar algo, comprar chucherías, el pan, revistas... todo lo que se ve por ahí colgao :-)
Me gustaría saber dónde mandé el comentario en respuesta al tuyo Guti, pero yo juraría que lo dejé aquí... Si paso por la zona intentaré ir a verla cámara en mano ;-)
Si la buscas, y aunque la foto lo pone, se me olvidó decir el nombre: casa Celsita.
Gracias ;-)
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