Tarareos en voz baja
Se movía despacio. Tanto que era increíble que consiguiera mantener la bicicleta erguida sin tambalearse hacia los lados.
Ambos eran viejos, casi podría decirse que debían de proceder del mismo año. Él tendría unos 80 o 90 años. Su bicibleta más o menos los mismos pues era un modelo de esos de hierro con el sillín a la misma altura que el manillar y que obligan a quien la lleva a caminar casi agachado. Daba cuenta de su vejez, no ya su aspecto añejo, la pintura verde azulada medio desconchada pero sin herrumbre, si no su aspecto en general: sus frenos eran una prolongación endeble del manillar. Uno se unía a la rueda delantera mediante una varilla sólida y el otro era un cable tendido hacia la rueda posterior. La delataba en su antigüedad la ausencia de toda ergonomía en su diseño, destacando sobre todo aquel sillín trasero excesivamente ancho, más propio de llevar bultos que de estar destinado al uso de personas, y como tal se ha dicho, bulto llevaba. Iba cargado de hierbas cortadas y atadas a modo de fardo con lo que parecía una camisa reutilizada.
Él era un mapa de vida vivo. Piel curtida, oscura, surcada por las arrugas propias de quien ha vivido mucho. Era delgado pero fuerte. Mantenía el pelo blanco bien peinado hacia atrás como es frecuente en los hombres de su época. Vestía pantalones de mahón azules, raídos pero limpios y planchados y una camisa de cuadros en colores claros, también perfectamente cuidada.
Era una mañana soleada, muy temprano, tanto que se podía ver cómo el sol se filtraba bajo las nubes alargando las sombras de las cosas y potenciando sus colores hasta extremos increíbles, dotando al paisaje de ese color que sólo puede verse en los amaneceres y los atardeceres.
Estaba fresco pero agradable. Se olía el calor que traería el día con su avance.
Se movía despacio. Tanto que creí poder alcanzarlo andando si apuraba un poco el paso.
Al pasar a mi lado me trajo el recuerdo de aquel otro hombre en bicicleta con fardo de hierba que también madrugaba para recogerla: mi abuelo.
Lo curioso es que ambos tenían algo más en común que su medio de transporte, su dedicación a recoger hierba para los animales, sus pantalones de mahón y el cuidado en su imagen personal: ambos cantaban en voz baja mientras su vida transcurría tranquila como su paseo en bicicleta con el saber de una labor cumplida.
Y entonces, lo descubrí. La felicidad no viene y se va. Está ahí, pero es tímida y se esconde cuando sabe que la miras. La felicidad es ese momento en el que uno canturrea sin saber por qué, sin tener motivo, pero sabiendo que lo pasado, pasado está y que lo único que tienes como cierto es el presente. Cuando ese presente es calmo, entonces la felicidad sale de su escondite y uno le canta, en voz baja, casi para sí.
Últimamente hay días que canto, como los dos ancianos de la bicicleta.
Ambos eran viejos, casi podría decirse que debían de proceder del mismo año. Él tendría unos 80 o 90 años. Su bicibleta más o menos los mismos pues era un modelo de esos de hierro con el sillín a la misma altura que el manillar y que obligan a quien la lleva a caminar casi agachado. Daba cuenta de su vejez, no ya su aspecto añejo, la pintura verde azulada medio desconchada pero sin herrumbre, si no su aspecto en general: sus frenos eran una prolongación endeble del manillar. Uno se unía a la rueda delantera mediante una varilla sólida y el otro era un cable tendido hacia la rueda posterior. La delataba en su antigüedad la ausencia de toda ergonomía en su diseño, destacando sobre todo aquel sillín trasero excesivamente ancho, más propio de llevar bultos que de estar destinado al uso de personas, y como tal se ha dicho, bulto llevaba. Iba cargado de hierbas cortadas y atadas a modo de fardo con lo que parecía una camisa reutilizada.
Él era un mapa de vida vivo. Piel curtida, oscura, surcada por las arrugas propias de quien ha vivido mucho. Era delgado pero fuerte. Mantenía el pelo blanco bien peinado hacia atrás como es frecuente en los hombres de su época. Vestía pantalones de mahón azules, raídos pero limpios y planchados y una camisa de cuadros en colores claros, también perfectamente cuidada.
Era una mañana soleada, muy temprano, tanto que se podía ver cómo el sol se filtraba bajo las nubes alargando las sombras de las cosas y potenciando sus colores hasta extremos increíbles, dotando al paisaje de ese color que sólo puede verse en los amaneceres y los atardeceres.
Estaba fresco pero agradable. Se olía el calor que traería el día con su avance.
Se movía despacio. Tanto que creí poder alcanzarlo andando si apuraba un poco el paso.
Al pasar a mi lado me trajo el recuerdo de aquel otro hombre en bicicleta con fardo de hierba que también madrugaba para recogerla: mi abuelo.
Lo curioso es que ambos tenían algo más en común que su medio de transporte, su dedicación a recoger hierba para los animales, sus pantalones de mahón y el cuidado en su imagen personal: ambos cantaban en voz baja mientras su vida transcurría tranquila como su paseo en bicicleta con el saber de una labor cumplida.
Y entonces, lo descubrí. La felicidad no viene y se va. Está ahí, pero es tímida y se esconde cuando sabe que la miras. La felicidad es ese momento en el que uno canturrea sin saber por qué, sin tener motivo, pero sabiendo que lo pasado, pasado está y que lo único que tienes como cierto es el presente. Cuando ese presente es calmo, entonces la felicidad sale de su escondite y uno le canta, en voz baja, casi para sí.
Últimamente hay días que canto, como los dos ancianos de la bicicleta.
Etiquetas: días extraños, recuerdos
4 Comments:
Pues va a ser verdad. El primer día que conseguí nada en la piscina de rehabilitación me pasé todo el rato tarareando cuando estaba en las duchas cambiándome para ir a casa. Lo cierto es que desde entonces tarareo más =^.^=
Ánimo :)
*nadar
:-))
Creo que con tus petunias rojas y azules podrás conseguir todos los colores del espectro. Bueno, de hecho, creo que ya los tienes en tu paleta. Besiños, maja.
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